por Graziella Pogolotti
Lo citamos con frecuencia pero no entramos, todo lo que debiéramos, en contacto directo con el caudal profundo de sus obras. Confieso que sus últimos diarios, sobre todo De Playitas a Dos Ríos, escrito después del difícil desembarco por el agreste lugar de Guantánamo, constituyen los textos que me resultan más cercanamente conmovedores.
En ellos no solo está la impronta de su escritura, anunciadora a veces de rasgos vanguardistas. En esas líneas hechas de manera apresurada, cuando otros descansaban al cabo de fatigosas marchas con la pesada carga de armas y municiones, difíciles de soportar en cuerpo tan endeble como el suyo, marcado para siempre por su estancia en el presidio político, iba dejando los apuntes del día, reveladores de los complejos matices de su condición humana. Es prosa a toda prisa, cristalización de la voz del poeta, de las íntimas inquietudes del hombre y del reconocimiento de sí en el diálogo solitario con la página en blanco.
Al salir hacia Cuba sabía que probablemente le aguardaría la muerte. Envió, por ello, su testamento literario a Gonzalo de Quesada y fue mandando, en breves cartas, consejos a María Mantilla. Al llegar a su tierra había encontrado la plenitud del ser en el descubrimiento de la naturaleza pródiga, en el encuentro con la gente común siempre solidaria y en la concreción de la Guerra Necesaria, el proyecto al que entregó largos años de esfuerzo incansable.
Ante la previsible inminencia de la muerte, la vida se le ofrece en su más intenso esplendor. La patria soñada se concreta en la exuberancia de la naturaleza, en el contacto personal con los hombres sencillos y generosos, en la evocación de Moncada, en los valores éticos, tan profundamente arraigados en su sensibilidad, que va descubriendo paso a paso.
En brevísimas palabras, síntesis luminosa, expresa su dolor ante la caída de Flor Crombet, quien se dispusiera a acudir al llamado de la revolución sin disponer de un centavo para armar una expedición con todas las garantías de seguridad debidas. Antes, en Montecristi, había mostrado su admiración ante el desprendimiento de Manana, la compañera de Máximo Gómez, quien habría de quedar desamparada cuando los suyos partieron a la guerra. Y, sin embargo, nada quiso pedir a la revolución.
El poeta José Martí, conocedor profundo de las debilidades y grandezas latentes en los seres humanos, dominó las claves esenciales del arte de hacer política. Con su desembarco por Playita culminaba un largo y paciente trabajo de ininterrumpida construcción del consenso.
El intelectual endeble, de cuerpo frágil y levita raída, que no había participado en la Guerra de los Diez Años, tuvo que ganar autoridad para definir la estrategia que conduciría a la Guerra Necesaria, valido de su capacidad persuasiva.
Venció con ello los prejuicios que se anidaban entre los conductores militares de la gran contienda, limó los lastres del localismo infecundo, de los rencores acumulados y de los recelos personales. Superó el malentendido inicial que lo distanció de Maceo y Gómez. Por encima de diferencias de toda índole, fundó el Partido Revolucionario Cubano para ampliar las bases de la revolución y juntar a los combatientes de ayer con los pinos nuevos y con los obreros emigrados de Nueva York, Tampa y Cayo Hueso.
Para lograrlo, predicó en discursos memorables, fue maestro y desarrolló un intenso epistolario, siempre atento a las características individuales de sus destinatarios. Sabía que el arte de la política se ejerce en el intercambio con las masas, en la formulación de plataformas programáticas edificadas a pie de obra con visión de futuro y en el insustituible diálogo interpersonal. Este opera, a través de la inteligencia, en el develamiento de las contradicciones de la realidad y, a través de la sensibilidad, en el irrenunciable vínculo con los demás.
Muerto prematuramente José Martí, el consenso logrado con esmero y paciencia se fraccionó. Gómez y Maceo quedaron subordinados a un mando civil ajeno al entorno de la guerra y constituido por las capas más acomodadas de la sociedad cubana. Las fuerzas populares en la línea de combate resultaron marginadas con el consiguiente debilitamiento de las fuerzas revolucionarias. La fractura interna favoreció el injerencismo norteamericano, tanto en el desenlace de la contienda como en el de la vida de una república que, según Martí, debió edificarse desde la manigua.
La siempre renovada articulación del consenso consiste en agrupar fuerzas de origen diverso para alcanzar un propósito. A través de la historia, el nuestro se ha definido por la reivindicación de la plena emancipación y la conquista del mayor grado de justicia social. En el proceso de la Revolución Cubana se juntaron los combatientes de la sierra y el llano del 26 de Julio, los del Directorio Revolucionario y los del Partido Socialista Popular.
A esos grupos originarios se fueron añadiendo sectores del pueblo en el enfrentamiento al ataque perpetrado en Playa Girón, en la lucha contra los alzados del Escambray, en los hermosos y terribles días de la Crisis de Octubre y en las misiones internacionalistas, así como en el empeño por llevar adelante la batalla en favor del desarrollo económico. Ha sido un largo proceso, matizado por desafíos que caracterizaron cada etapa. Al igual que José Martí, en cada uno de ellos Fidel fue un maestro en el arte de edificar consenso.