Entonces, aquel yate acosado por las olas y atestado de hombres era aún tan anónimo como el joven mulato y delgado que se acostó boca abajo en la popa y sacó la cabeza para lograr leer el nombre de la embarcación que los llevaba de vuelta a Cuba: Granma. Mucho había sucedido desde los días posteriores al golpe de Estado de Batista en 1952, cuando el obrero de hogar numeroso y humilde, junto a su amigo Armando Mestre, encontró en la prédica de Fidel el camino de honra que la Patria necesitaba.
Luego vendrían, para Juan Almeida Bosque, el Moncada –y su firme rechazo a todo arrepentimiento– el presidio y el exilio en México, hasta llegar allí, hasta ese mar proceloso, sobre el cual se navegaba por la promesa de ser libres o mártires.
En su libro Desembarco, publicado años después, rememoraría con singular belleza lo sentido al ser designado, en las horas finales de la travesía, capitán y jefe de pelotón:
«Estamos cerca de las costas cubanas, el tiempo parece que no avanza. Pienso en la nueva responsabilidad que me ha sido asignada de conducir y cuidar, pero sin sobreprotección, a estos hombres que dirigiré y cuidaré directamente, y a todos en general guiarlos a la victoria. Hay que ser duro, corregir defectos y reconocer virtudes. Ser amigo y jefe, soldado y capitán, respetar y ser respetado. No pedir lo que no se sea capaz de hacer. Exigir lo que para mí también resulta un sacrificio. Hacer justas valoraciones, ser equitativo y actuar con justicia. Todo esto implica mayor dedicación. Hay que ser el primero en levantarse y el último en acostarse. Cumpliré mis obligaciones con honradez y sacrificios.
«Estoy emocionado, como si el pecho lo tuviese oprimido. Necesito aire, aire. Salgo a cubierta y respiro profundo aquel aire de mar que me refresca y al darme en el rostro me alivia. ¡Cuánto honor he recibido!»
Con el fervor de quien se pliega a un juramento, Almeida correspondió al honor con honor, desde aquel «Aquí no se rinde nadie…» salido desde la misma esencia de lo cubano, hasta ser Comandante del Tercer Frente, y las responsabilidades y cargos políticos que ejerció luego de 1959.
Era el Comandante de la Revolución un artista, uno capaz de fijar en su memoria, en momentos tan tensos como la dispersión luego de Alegría de Pío, los detalles conmovedores: «En el montecito donde nos encontramos los cocuyos se posan dejando ver sus luces verdes».
Esa sensibilidad haría nacer cientos de canciones, como La Lupe, copiada en una hoja de libreta y llevada en el bolsillo de guerrillero, a merced del agua; y testimonios vibrantes, escritos en una prosa llana que rezuma poesía a fuerza de sencillez: con Contra el agua y el viento obtendría en 1985 el Premio Casa de las Américas.
A 15 años de su muerte, su vida plena de significados sigue conminando al redescubrimiento. Justo como escribió Fidel: «Defendió principios de justicia que serán defendidos en cualquier tiempo y en cualquier época, mientras los seres humanos respiren sobre la tierra. ¡No digamos que Almeida ha muerto! ¡Vive hoy más que nunca!».
(Tomado de Granma)