Granma

Para que los niños «me entendiesen» y «para que el lenguaje tuviera sentido y música» escribió Martí, del modo en que lo hizo, La Edad de Oro, que hoy conocemos como un libro, pero, que, como se sabe, resultó de las cuatro únicas entregas para revista, que publicó entre julio y octubre de 1889. De ello hará pronto 135 años.

La adecuación del lenguaje, sin aniñamientos ni diminutivos inútiles, es una de las fortalezas de la monumental obra. Basta repasar sus páginas, para admirar la belleza lingüística con que se tocan temas elementales en pos de la dignidad humana, que necesitan ser abordados desde los primeros años y, una vez incorporados, solidifican las actitudes de los hombres de bien.

«A los niños que lean La Edad de Oro», escribe Martí en su primera línea, tal vez consciente de que no todos los niños de América –a los que, sin excepción, dedicó esta publicación mensual– podrían, por diversas razones, alcanzarla. En ese prólogo, marcado por la cortesía y la ternura paternal, el autor, al dirigirse a sus destinatarios, defiende, en primera instancia, la inclusión absoluta de todos los pequeños: «Para los niños es este periódico, y para las niñas, por supuesto», para las niñas sin las que «no se puede vivir, como no puede vivir la tierra sin luz», para ellas –subvaloradas desde entonces y hasta hoy, en muchas partes del mundo–, capaces de entender mejor «cosas muy delicadas y tiernas».

Allí están los claros propósitos martianos, entre otros, los de hacer pensar, desde que se es pequeño, en el sentido de la verdadera hermosura. Fluye una prosa que toca el alma infantil, a la que llega un mensaje que educa en la protección natural de la caballerosidad; la importancia de saber «todo lo que han hecho los hombres hasta ahora»; mostrar la «magia de verdad», que ocurre en los talleres; y la exhortación a la sinceridad, todo con el deseo de que sean felices.

En forma de cuentos, fábulas, poemas, artículos… llega al lector un mensaje de excelencia. El Martí periodista, el autor de ensayos políticos y artísticos, el poeta de los encrespados Versos libres y de tantas otras altísimas escrituras, aflora magistralmente en estos clásicos de la literatura, dirigida a «los que saben querer».

Quien quiera educar al niño en el valor de la inteligencia sana frente a la fuerza, hallará un aliado poderoso en un cuento como Meñique; quien busque sembrar en sus hijos el amor sobre el brillo del dinero, ahí tiene a Los zapaticos de rosa, y a Bebé y el Señor Don Pomposo. La muñeca negra será el cuento ideal para desterrar cualquier asomo de racismo, y poner por encima de esa vileza el amor, la fidelidad, la amistad y los afectos. Recordemos aquel pasaje protagonizado por Piedad, que no habremos de olvidar jamás, habiéndolo alguna vez leído:

«Y en cuanto estuvo cerrada la puerta, relucieron dos ojitos en el borde de la sábana: se alzó de repente la cubierta rubia: de rodillas en la cama, le dio toda la luz a la lámpara de velar: y se echó sobre el juguete que puso a los pies, sobre la muñeca negra. La besó, la abrazó, se la apretó contra el corazón: Ven, pobrecita: ven, que esos malos te dejaron aquí sola: tú no estás fea, no, aunque no tengas más que una trenza: la fea es esa, la que han traído hoy, la de los ojos que no hablan: dime, Leonor, dime, ¿tú pensaste en mí?: mira el ramo que te traje, un ramo de nomeolvides, de los más lindos del jardín: ¡así, en el pecho! ¡Esta es mi muñeca linda! ¿Y no has llorado? (…) ¡A ver, mi beso, antes de dormirte! ¡Ahora, la lámpara baja! ¡Y a dormir, abrazadas las dos! ¡Te quiero, porque no te quieren!».

Bien sabemos los lectores de La Edad de Oro que todo texto del libro (algunos, adaptaciones de obras de otros autores) clasifica como una joya. Artículos como La Ilíada, de Homero; Músicos, poetas y pintores; Tres héroes; Un paseo por la tierra de los anamitas… por solo citar algunos, no solo depositan en quien los lee el contenido cultural propio, sino que llegan moldeando el sentimiento.

¿Habrá alguna forma mejor de explicarle a un niño, que no sea por medio de un poema como Los dos príncipes, que el dolor por el hijo perdido es igual de inmenso, lo mismo en la opulencia que en la más escalofriante precariedad? ¿Será insoslayable la lectura de El padre Las Casas si se quiere conocer lo vivido por nuestros aborígenes en la conquista?

Para ser fieles a los designios martianos, debemos también exhortar a los padres a no alejarse del libro. La Edad de Oro es alimento permanente para educar a su descendencia en la nobleza del espíritu.

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