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La historia de Cuba en los años 50 nunca debe ser olvidada y ni siquiera pasada por alto para que jamás regrese aquel sistema plagado de desigualdades sociales, desempleo en gran escala, analfabetismo, miseria apabullante y vergonzante, corrupción y represión.

Son múltiples e irrebatibles los testimonios de la época sobre la existencia en campos y ciudades de un capitalismo despiadado, dependiente y subdesarrollado, muy propio de la dictadura de Fulgencio Batista.

Tanto es así, que una agrupación católica reveló en 1957 una encuesta sobre el nivel de vida del obrero agrícola cubano, según la cual, como promedio apenas disponía de más de 25 centavos diarios para comer, vestir y calzar, el 60 % lo hacía en bohíos de techo de guano y piso de tierra, sin servicio ni letrina sanitaria, ni agua corriente.

El 44 % no asistió o no pudo asistir jamás a una escuela y el 90 se alumbra con luz brillante.

Un cuadro tan desolador estableció la tradición golpista de Fulgencio Batista, taquígrafo del ejército en su primera ruptura institucional el 4 de septiembre de 1934, y Coronel en la segunda, el 10 de marzo de 1952, el máximo grado entonces.

Solo tres semanas y media después, se promulgaron los Estatutos Constitucionales, mediante el cual, el presidente detentaba el poder ejecutivo, el legislativo y determinaba sobre el judicial.

Un ejemplo aleccionador de su estela de crímenes, lo protagonizó en agosto de 1934 Mario Alfonso Hernández, Teniente-coronel jefe del regimiento Juan Rius Rivera, de Pinar del Río, quien le reclamó al jefe del ejército el cumplimiento del acuerdo de la Junta de los Ocho que establecía el carácter rotatorio de la jefatura de las fuerzas armadas.

 Batista no le contestó de momento, pero quedó en darle una respuesta. Por la madrugada tocaron a la puerta de su casa, preguntó quién lo procuraba y al identificar al que lo hacía, abrió confiadamente: lo ametrallaron delante de su esposa.

El que se autoproclamaba el hombre fuerte de Cuba y, tanto, que él mismo se dio los grados de Mayor General, comenzó a acumular una fabulosa fortuna, viajó a Estados Unidos, se instaló en un piso del hotel Waldorf Astoria, de Nueva York, y se hizo construir una fastuosa residencia en Daytona Beach.

Para disolver su primer matrimonio debió ceder a su primera esposa la suma de cuatro millones de pesos y continuó una existencia millonaria en la finca Kuquine, con lo cual evidenció el ejemplo del impudor y del cinismo, así como sus características de inescrupulosidad, indignidad y egolatría.

Bajo esas circunstancias, el asalto a los cuarteles Moncada y Carlos Manuel de Céspedes, en Santiago de Cuba y Bayamo, respectivamente el 26 de julio de 1953, constituyó la primera respuesta popular contra su régimen dictatorial, con la diferencia esta vez de un movimiento (embrión del Partido único en el futuro) y con las armas en la mano.

Apenas tres años después de aquel holocausto del 26 de julio, en el yate Granma se captó la noticia del levantamiento el 30 de noviembre de 1956, en Santiago de Cuba.

Homer Bigart, periodista del The New York Times, escribió el 23 de marzo de 1958, lo que sería la sentencia del déspota el primero de enero de 1959: “de continuarse la presencia política norteamericana respecto a Cuba, los Estados Unidos se quedarán con un solo amigo: el dictador Fulgencio Batista”.

Más de 20 mil muertos costó a la presunta república la presidencia de un criminal y un ladrón que hasta el primero de enero de 1959 detentó el poder por la fuerza y por esa misma vía la rebelión popular le ajustó cuentas.

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