La influencia de los medios de comunicación en ese entramado tan complejo y voluble que es la opinión pública resulta todavía primordial. Y decimos “todavía” porque algunos prentenden reconocer nuevos esquemas de comunicación social que ignoran o minimizan a los medios tradicionales y sus periodistas.
Confundiendo alcances e implicaciones del llamado periodismo ciudadano, hay quien piensa que se puede dejar a un lado al periodismo convencional, acusándolo de estar mediado siempre por intereses hegemónicos.
Hay una condición crucial, que puede establecer dintinciones: los medios deben asumir una responsabilidad ética ante la sociedad. No se trata solo de “informar”, sino de hacerlo con veracidad, fomentando un ambiente de confianza.
La aspiración es que el público pueda formarse opiniones fundamentadas en hechos… y no en suposiciones o desinformaciones.
Sin embargo, la creciente dependencia de las redes sociales como fuente primaria para informarse está desafiando estos principios.
Las redes sociales han democratizado el acceso a la información y su socialización, lo que permite que cualquier persona pueda considerarse un “reportero” independiente.
Y esos “reporteros”, mejores o peores, cuentan con su público.
Ciertamente, se han abierto espacios para voces antes silenciadas… pero también se ha facilitado la difusión de rumores, noticias falsas y contenido francamente manipulado.
A menudo, los usuarios comparten noticias sin verificar su veracidad o fuente, contribuyendo a la creación de burbujas que refuerzan sus creencias previas. Esto puede devenir una polarización extrema, en la que cada uno “consume” solo la información que le es afín.
Se dinamita entonces la posibilidad de un consenso.
Los medios tradicionales —garantizando su presencia en las plataformas emergentes— tienen que seguir marcando referencias, a partir de la consolidación de esquemas de verificación, contraste y contextualización.
El reconocimiento de jerarquías informativas es fundamental en ese sentido: no todas las noticias tienen el mismo peso, independientemente de sesgos y sensacionalismos.
Para el público la clave podría estar en diversificar y afianzar sus fuentes, comprobar su confiabilidad. Depender exclusivamente de las redes sociales no debería ser el camino.
La educación mediática es una herramienta esencial para los ciudadanos del siglo XXI. Aprender a distinguir entre una fuente fiable y una dudosa, entender los intereses que pueden influir en la cobertura de un medio y desarrollar un pensamiento crítico frente a lo que se lee o se escucha son habilidades necesarias en esta era digital.
Por supuesto que el asunto va más allá de las competencias y las posibilidades de los medios de comunicación y sus periodistas.
Las plataformas digitales que alojan el contenido informativo —muchas de ellas desde o formando parte de centros de poder hegemónicos— tendrían que implementar mecanismos más efectivos para combatir la desinformación.
La tiranía de los algoritmos no es un cuento de camino, o la obsesión de los que creen en las teorías de la conspiración.
El mercado está moldeando la forma en que millones de personas perciben la realidad, muchas veces de manera distorsionada. Importa el rédito, no los valores. La noticia chatarra vende más. Y ciertos esquemas informativos responden a esquemas de franca dominación económica, política y cultural.
Ante los extravíos éticos, las carencias profesionales, la incoherencia y el mercenarismo, hay que posicionar el rigor en el ejercicio cotidiano.
El periodista tiene que ser un servidor público; jamás un provocador, un intrigante o un charlatán.
(Tomado de CubaSí)