Ortelio González Martínez

Veinte años después, a las 10:30 de la mañana, cuando terminó el pase de visita, como me había sugerido, estaba yo de pie, con estilo de soldadito de plomo, frente a la sala de neurocirugía del hospital Roberto Rodríguez, de Morón. Había jurado no volver jamás allí, luego de que, a causa de un tumor cerebral, falleciera la madre de mi primer hijo.

Dos décadas después noto el cambio. La veo más amplia, bien pintada, con un silencio casi total, disciplina y excelente trato con los pacientes y sus familiares.

La vista se pierde pasillo adentro, motivo de una ampliación realizada. Al final –vaya casualidad–, como lo hacían el doctor Miranda y otros del servicio en aquellos días difíciles, estaba uno de los neurocirujanos más renombrados de Ciego de Ávila y de Cuba: Ángel Jesús Lacerda Gallardo, ganador del Premio Nacional de la Academia de Ciencias de Cuba en su edición de 2022, en la rama de Ciencias Biomédicas, y miembro de honor de esa institución.

En la bitácora de su vida profesional también cuentan más de cien publicaciones en revistas especializadas, proyectos nacionales e internacionales relacionados con el estudio del traumatismo craneoencefálico, los cuidados intensivos en Latinoamérica y el cuidado de las hemorragias subaracnoideas.

Otros dos están en la fase final: Tratamiento quirúrgico de las hemorragias intracerebrales espontáneas, y Neuromonitorización en el trauma craneoencefálico grave.

Lo diviso allá, al fondo de la sala, con la acostumbrada bata blanca, estetoscopio sobre el cuello, pelo largo recogido a la espalda, espejuelos con armadura de metal, cuadrada, un poco antigua, pero le caen bien en la nariz y ajustan en su cara redondeada. Desenfadado, miró su reloj y mis signos taquigráficos en la agenda, tal vez imaginando el ascenso tortuoso a la cruz de un cuestionario organizado.

Nada más lejos de la realidad. Solo algunos apuntes sobre el cerebro, la estructura más compleja y enigmática del universo, con más neuronas que estrellas existentes en cualquier galaxia.

Sonríe. Lo atrapa la curiosidad de los «jeroglíficos» taquigráficos y pregunta si cada uno de ellos significa una sílaba o una palabra, «o qué».

Conversar con él es emprender un safari de gusto por la ciencia y las palabras, entre la meditación más profunda y la carcajada gigantesca.

«A los cuatro o cinco años, me vi con un lápiz de punta fina, tratando de inyectar al que llegara a la casa, no importa si era conocido o no. Lo mío era inyectar. Parece que saqué alguno de los genes de mi abuelo paterno, que quería ser médico.

«Y la Medicina le ganó al artista, porque también me gustaba cantar». Hago un paréntesis para aclarar que Jesús, su padre, es un destacado orquestador, compositor, saxofonista y guitarrista. Director de bandas de concierto y de agrupaciones de música popular.

«Formé parte de Los Selectivos, un grupo de niños que sonó bien, allá por los años 80. Como integrante de ese grupo y cantante conocí media Cuba, incluidos La Habana y Varadero. Para cualquier guajirito era como conocer Londres o París, pero aquello no era lo mío.

«En el Instituto Preuniversitario Vocacional Máximo Gómez Báez, de Camagüey, no me fue difícil acceder a los estudios de Medicina. Los comencé, y cuando por vez primera vi un cerebro humano sentí alegría. Ante mis ojos tenía la estructura rectora de todas las funciones del organismo. El cerebro es el que regula todo. Entonces me dije: “trataré de ayudar a las personas con afecciones cerebrovasculares, una de las principales causas de muertes en el mundo”. Desde entonces me enamoré del cerebro y hasta ahora he tratado de desentrañar sus enigmas.

«Siempre le dije a mi padre que me gustaba ser médico, y dedicarme a la asistencia y a la investigación. Los retos actuales me llevan a las dos vertientes, y eso hace que me sienta realizado.

«Cuba es una potencia en los estudios relacionados con el cerebro. Y eso que por el bloqueo estadounidense nos faltan equipos, hasta tenemos que inventarlos para dar soluciones a complejísimos problemas. Un tiempo atrás no podíamos acceder ni adelantarnos a algunas enfermedades para ver qué existía dentro del cráneo. Disponíamos de un equipo de rayos x simple y algún que otro medio de contraste para inyectar por las arterias. Eso no era lo suficientemente definitorio para lograr diagnósticos exactos. Después fue que aparecieron la tomografía axial computarizada (TAC), la imagen por resonancia magnética, la tomografía con emisión de positrones, el angiograma, la electroencefalografía, la magnetoencefalografía…

«Hoy existe gran desarrollo imagenológico: cirugía estereotáxica, la neuroendoscopía, la neuronavegación, que son procedimientos o técnicas de diagnósticos para localizar lesiones dentro del sistema nervioso central.

«Nuestro servicio fue uno de los últimos en crearse en el país, pero hemos logrado bastante, como la técnica de la neuroendoscopía y, pese a no disponer del instrumental idóneo, nos vimos obligados a modificar, por ejemplo, un cistoscopio (para ver la vejiga), y emplearlo en la cirugía del cerebro. Fuimos la quinta provincia en Cuba en introducir la neuroendoscopía, asesorados por profesores de mucha experiencia, de La Habana. Después hemos asesorado a los de otros territorios».

Siempre le gustó leer. Las ciencias por encima de las letras. Aplicado, aunque ello no lo libró de algunas zurras por parte de Caridad, la estrella fugaz que Lacerda no deja de recordar y a quien siempre le profesó el mayor respeto; el merecido de un hijo hacia una madre.

Y aprovecha para hablar de las intervenciones quirúrgicas más difíciles de su vida. «Desde el punto de vista técnico haber operado a una persona con cinco aneurismas intracraneales. Un verdadero reto. Comenzamos a las nueve de la mañana y terminamos a las siete de la noche. Se salvó y evolucionó bien. Me gustaría saber si todavía vive.

«La más difícil de todas fue la de mi madre, no por lo compleja, sino por lo sentimental. Hizo una hemorragia cerebral y hubo que operarla. O la dejaba en manos de otro médico, o lo hacía yo. Me decidí y traté de rodearme de las personas que consideré para que me ayudaran. Fue algo bien difícil tenerla tendida en una camilla, prácticamente con el cerebro en mis manos. Por suerte salió bien.

«Cuando me dijo: “Hijo, tráeme el vasito y la cuchara”, fui feliz».

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