Tomado de Granma/10 de abril de 2021
Mi padre, mecánico de profesión que abandonó este mundo prematuramente –yo solo tenía nueve años y mi hermano 11–, llegó una tarde repleto de orgullo con su carné de militante del Partido Comunista, es un recuerdo que las brumas del tiempo no han podido borrar. No era de muchas palabras, pero sí de profundas emociones y aquel pequeño «libro» de carátula roja, que simbolizaba su consagración a una causa, nos quedó como legado y acicate.
Él no era, ni sería el único, que experimentó ese sentido de compromiso y reconocimiento colectivo que implica la militancia comunista. Nosotros seguimos sus pasos, como millones, a sabiendas de que el Partido no es una meta o un oráculo infalible, es un camino poblado de retos que te obligan a crecer como revolucionario y sobre todas las cosas, una obra humana, perfectible y colectiva.
Saberse miembro de una organización que es vanguardia de un país, no otorga otro beneficio que la obligación de ser consecuentes y la disposición permanente a sacrificios por el bien común. Ser militante no te dota de amuletos contra los errores, ni te sitúa por encima de las carencias del pueblo; sin embargo, te brinda el asidero moral e histórico para comprender mejor el sentido del deber.
Creo que mi padre habría sido un excelente militante, consecuente con lo que pensaba y hacía. No fue posible contar con su sapiencia, pero otros nos han legado conductas y actitudes que demuestran la valía del Partido, ese que tendrá que ser siempre ara y nunca pedestal.