Buenos días… permiso…. Me permite usted…. Buenas tardes, enseguida le atiendo… un momento por favor…. En qué le puedo servir, es muy amable… gracias…. Son palabras claves que marcan la salud espiritual de un pueblo; cultura en el alma, educación que no omita el desenfado de ser tan alegres como somos.
Algunos se niegan a dar los buenos días, parece que no duermen bien y entran a las oficinas con la resaca de un mal humor que no se les quita de la cara; otros prefieren responder al saludo con una mueca imprecisa, estiran los labios; ladean la cabeza, a la izquierda o la derecha da igual, el asunto es que no miran a los demás, como si no existieran, desconocen que la voz puede llevar sobre los hombros a la ternura.
Saludos que sean cordiales, es decir, que tomen asiento en el corazón; incluso, la expresión, “gracias por su visita”, repetida en ráfagas al abandonar la puerta de una tienda, no puede sonar a mensaje robotizado, ¡es tan rico nuestro idioma y somos tan afables!
Pero, lamentablemente unos se sienten muy importantes, terminan por estirarse tanto que desde su vista de torre amarfilada, los otros parecen cosas lejanas y confusas.
No faltan los que, con las glorias, se olvidan de los amigos, desconocen a los de otra escala financiera, y las palabras buenos días pueden tener una importancia meramente económica. Por ejemplo, llamar la atención para que se fijen bien en el precio de los zapatos. Suelen verse con el cuello estirado y el pecho despidiendo esa vanidad que es perceptible a través del ciclo respiratorio.
No escapan los que saludan con una sonrisa afectuosa, y detrás esconden la vieja hipocresía que condenó Solón en los tiempos de Grecia: dicen lo que no sienten; eso de que la hipocresía es parte de la educación, debe tener sus límites, ¿verdad?
Hay quienes no pueden saludar porque tienen mala educación; porque no aprendieron en la casa, ni en la escuela, ni en la calle, y terminaron por no dar valor a la decencia que alimenta a las relaciones interpersonales.
Están incluso, los entretenidos; no saludan porque no se dan cuenta, andan quizás tras un pensamiento, una forma, un poema que se les va por la ventana: son Cronopios, -esos seres soñadores inventados por Julio Cortázar-, los mismos que siempre piensan en la belleza tenaz de las vicarias. Tal vez estos merezcan perdón, aunque a sus espaldas, si no saludan por culpa de las musarañas, se oirá un látigo entre los dientes: ¡Y éste que se cree!
(Cubahora/Redacción Informativa)