La muerte de las combatientes Lidia Doce Sánchez y Clodomira Acosta Ferrales el 17 de septiembre de 1958, a manos de esbirros batistianos, fue un aldabonazo terrible cuando ya estaba en marcha la ofensiva final del Ejército Rebelde que traería la alborada del siguiente Primero de Enero.
Las palabras del Comandante en Jefe Fidel Castro revelan su estirpe y valía: ” Mujeres heroicas. Clodomira era una joven humilde, de una inteligencia y una valentía a toda prueba, junto con Lidia torturada y asesinada pero sin que revelaran un solo secreto ni dijeran una sola palabra al enemigo”.
Ciertamente murieron fieles a la causa, sin claudicar, tras días de sádicos tormentos. Aunque Lidia tenía edad para ser la madre de la joven Clodomira, y haber llevado una vida diferente, el destino unió su accionar, sus vidas y sus muertes al servicio de lo que ellas consideraron su deber mayor: la lucha por la justicia y la libertad de la Patria.
Lidia Doce nació el 27 de agosto de 1916, en el poblado nororiental de Mir, cerca de la ciudad de Holguín; y Clodomira Acosta Ferrales, el primero de febrero de 1936 en Cayayal, sitio del hoy municipio serrano de Bartolomé Masó, en la provincia de Granma.
En el momento del crimen, Lidia tenía 42 años, pletóricos de energía y un alma juvenil. Poseía un invaluable aval de mensajera eficaz y confiable del comandante Ernesto Che Guevara, jefe de una de las más notorias columnas guerrilleras participantes en la ofensiva final. A sus órdenes había cumplido delicadas y riesgosas misiones, todas llevadas a feliz término.
Pasó la niñez en el modesto hogar de sus tíos, quienes la acogieron con amor en ausencia de los padres, y junto a ellos pudo alcanzar el quinto grado. Se casó muy joven.
Era una muchacha hábil en labores finas y de oficio costurera, experta en bordado y tejidos. Bonita, también era proclive al optimismo y su carisma contagiaba a los demás.
Pronto su sentido patriótico rebasó los límites del hogar y la familia, a quien amaba mucho. Y así se convirtió en la combatiente guerrillera que fue.
Nada menos se puede decir de su compañera de misión, Clodomira. Con 22 años al fenecer, desde los 20 era una intrépida mensajera del Jefe de la Revolución, Fidel, al mando de la Columna No. 1 José Martí, con cuartel general en La Plata, Sierra Maestra.
Mestiza, su tez era pálida, sin embargo. Era bajita, muy delgada y de apariencia tímida. Pero su habilidad y destreza, moviéndose por los intrincados vericuetos de la serranía y ciudades del llano, llevando mensajes decisivos, no tenían rivales. Era una auténtica “viyaya”, nombre con que los campesinos identifican a las personas muy rápidas y listas.
Aunque era iletrada como tantas personas nacidas en la extrema pobreza de los campos cubanos, se notaban las luces de su inteligencia natural no más verla. Por eso llevó a cabo misiones complejas como la que cumplió en el Frente del Escambray, por encargo exclusivo de Fidel.
A La Habana llegaron Lidia y Clodomira, con importantes encomiendas a cumplir en un término de aproximadamente dos semanas. Por razones de seguridad no se hospedaron en el mismo lugar. Lidia lo hizo en Guanabacoa y Clodomira en el reparto Juanelo, San Miguel del Padrón.
Lidia decidió pernoctar no obstante en la casa de Juanelo, el día 11 por la noche, preocupada por la seguridad de su compañera. En la madrugada ellas y cuatro jóvenes revolucionarios que las acompañaban fueron sorprendidos por efectivos de la policía, encabezados por los coroneles Esteban Ventura y Conrado Carratalá.
Allí mismo los sicarios acribillaron a los hombres: Reinaldo Cruz Romeo, Alberto Álvarez Díaz, Onelio Dampiell Rodríguez y Leonardo Valdés Suárez, Maño.
Ellas fueron golpeadas y conducidas a puntapiés por la cabeza y todo el cuerpo, literalmente arrastradas, hasta la Oncena Estación de la policía. Después, en la Novena, Clodomira pudo defenderse a dentelladas y con las uñas, pero fue reducida bestialmente a golpes de palas.
Siguieron días de tortura sin que Lidia y Clodomira pronunciaran una palabra de delación o se rindieran. Se sabe que las metieron en sendos sacos con piedras y las llevaron a un lugar siniestro, todavía por determinar si es que se puede, donde las arrojaron a las profundas aguas del litoral habanero.
(Martha Gómez Ferrals)