Hubo un tiempo en que recibir cartas y postales era normal, cotidiano. Ahora ya nadie escribe a mano. No escuchas al cartero con su silbato. Y hasta creo que en este momento deben tener un trabajo muy aburrido solo repartiendo periódicos y facturas.

Quedamos algunos dinosaurios que nos resistimos a extinguir este ejercicio, que disfrutamos el proceso y escribimos en papeles escogidos y los plegamos con cierto ritual en su sobre, lo timbramos y ponemos en el buzón o en la puerta o en las manos indicadas con la expectativa de que sea recibida con la misma emoción.

Me gustan las cartas, me encanta recibirlas, pero más me gusta hacerlas. Siempre fui así. Desde pequeña escribía a mi amiga Giselle, y aún lo hago. Y si hacía un presente siempre incluía notas escritas de mi puño y letra. Me parece un detalle personalísimo, y es tan bonito encontrar esos recuerdos 30 años después y recordar tiempos felices de la infancia, por ejemplo.

También me pienso escribiendo a mis padres cuando debía estar lejos de La Habana. Hubo un fin de año en que la nostalgia me mataba y escribí casi todos los días y el efecto fue un contagio de tristeza mezclado con alegría. Existía el teléfono, pero les gustaba el asombro de recibirlas, y cuando hablábamos me contaban que las leían juntos en la mesa del comedor y moqueaban por mi ausencia, pero se sentían felices de tenerme así.

Este gusto lo heredé de mis padres. En una gaveta mi mamá guardaba todas las postales que recibió en su vida, sobre todo por el día de las madres, también todos los papelitos con recados y las cartas de mi tío Delmar cuando estuvo en Angola a finales de los años 80 y se escribían una vez al mes. Mi papá también tiene su propio rincón de evocaciones similares. Y yo, en cajas de zapatos y tabacos conservo desde la hojita más minúscula porque antes había una iniciativa llamada “amigo secreto” que consistía en escribir de manera anónima a un “amigo” que tocaba al azar.

Quizás así empezara todo en mí. Esa actividad se hacía en todos los niveles desde la escuela primaria hasta el preuniversitario. La idea era socializar y al mismo tiempo practicar la escritura, desarrollar la creatividad con palabras.

Escribir cartas es un acto romántico que no debería desaparecer. Es un arte, dicen unos. Nada como encontrar correspondencia de manera inesperada en la mesa de noche o en la puerta de la casa, ver la letra del ser querido y quizás con la carta recibir un aroma familiar, unos garabatos, una flor disecada, una hoja del camino, unas semillas, una papeleta del cine al que fuimos un día. Es que en el sobre cabe todo lo que se nos ocurra.

Actualmente la era digital casi ha sepultado la magia de las cartas postales. La inmediatez es muy atractiva ante la demora de mucho tiempo y a veces el extravío porque el sistema no es perfecto. Los mensajes de texto, SMS (Short Message Service: Servicio de Mensajes Cortos) o a través de aplicaciones de correo electrónico o mensajería instantánea nos han adaptado a escribir y recibir respuesta en poco tiempo, pero tienen un punto débil según mi punto de vista: son efímeros.

Lo práctico mata poco a poco esta tradición. Sin embargo, exceptuando la celeridad de lo digital, las cartas no se comparan. Desde el primer momento es un acto único. Escribir es un proyecto introspectivo que empieza por escoger una hoja, el sobre, el sello, el bolígrafo o lápiz. Es un proceso más extenso, es cierto, porque también lleva desplazamiento hasta el buzón y certificarla si queremos asegurarnos un poco más de que no se desvíe de su destino.

La espera es insignificante ante el placer de tener en las manos una carta que llevó el protocolo anterior, que dio todas las vueltas del mundo dentro del correo emisor, el correo receptor y el resto del recorrido hasta la puerta de la casa.

/Autor: Yaima Cabezas/

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