Dicen que a cierta edad –algunos le llaman «la tercera»– nuestras madres vuelven a ser niñas. Y lo preguntan todo con la ingenuidad y candidez de siete, ocho y más décadas atrás; repiten lo mismo, y se les olvidan muchas cosas, y se antojan de tomar helado, o de pedir caramelos, o de vestir muñecas y hasta arrullarlas…

Vaya engañosa apariencia. Incluso a esa altura de la vida, con mejor o peor memoria, con más o con menos facultades, quienes seguimos siendo niños (para ellas) somos nosotros: hijos que muchas veces ignoramos lo que sienten cada vez que en cuatro ceñidas letras les decimos, simplemente, Mamá.

No importa que tengas 40, 50 o más calendarios; ella no pegará un ojo hasta que regreses, a media noche o en plena madrugada. Irá sigilosamente hasta tu cama para no dejar filo de mosquitero por el que pueda entrar ese siniestro personaje de peligroso aguijón, pondrá a funcionar el ventilador, apagará «la luz»…

Hará también prestidigitación para camuflar y separarte la mejor sección de pollo en el fondo de la olla, o la minuta más atractiva de pescado frito. O peor aún: te dirá que ya comió o que separó su ración… sin que en verdad haya ocurrido.

Niña o niño al fin, como te ve, tendrá para ti más consejos que una enciclopedia, para que nada malo te ocurra, porque siente que no has crecido por fuera y que por dentro de ella no es menor aquel miedo a un «buche» mientras gorjeabas en la cuna o cualquier otro peligro cuando intentabas, por vez primera, equilibrar tus pasos.

Si no te preguntaste alguna vez qué estará murmurando bajito Mamá (o abuela), con la vista fija más allá de la pared, de códigos y de convencionalismos, entonces nunca sabrás lo que es concentrar en una súplica todo cuanto una madre (o padre) les piden a lo divino y a lo terrenal por un hijo.

Debe haberlo hecho, a su manera, de alguna manera, muchas veces, Mariana, tras indicarle hasta al más pequeño de sus hijos empinarse y emprender el camino de la lucha, como Antonio y José.

De ejemplos, sin tener que importar (del exterior) ni uno, podríamos llenar una edición entera de este periódico. Concluyo, sin embargo, con dos breves evocaciones:

San Juan y Martínez, Pinar del Río: tierna como una mariposita, nos recibe en el humilde hogar del cual el tiempo no quiso, no pudo irse nunca más. Las dos camas, ropa, libros, pertenencias, todo sigue intacto, como estaba cuando

–niños aún– fueron asesinados por la tiranía sus dos hijos, Luis y Sergio Saíz Montes de Oca. ¿Cuántas veces, antes de morir, las arrugadas manos de Esther habrán alisado aquellas sábanas? ¿Cuántas veces se habrá tendido allí, a sentir el calor, el olor de sus dos críos?

Mayo de 2025, segundo domingo. Miles de madres recibirán cariño hecho postal, ramo, beso, pastel, abrazo interminable. Pudieran pedir tantas cosas materiales imprescindibles hoy… pero algo me dice que continuarán suplicando lo que más desean: salud, vida y futuro para esos retoños que la existencia les ha venido desprendiendo.

(Tomado de Granma)

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