Granma/11 de septiembre de 2023

Un artículo de Gabriel García Márquez, que tituló Chile, el golpe y los gringos, daba cuenta de una cena, en Washington, a fines de 1969, con siete comensales: tres generales del Pentágono y cuatro chilenos.

El Gabo nos sentó en la mesa, casi degustando los platos, con el don de su eximia narrativa, para revelarnos la pregunta de uno de los oficiales estadounidenses: ¿Qué haría el ejército de Chile si el candidato de la izquierda, Salvador Allende, ganaba las elecciones del próximo septiembre? «Nos tomaremos el Palacio de La Moneda en media hora, aunque tengamos que incendiarlo», fue la respuesta de los uniformados sudamericanos.

Cuenta el Nobel de Literatura que fue ese el primer contacto del Pentágono con oficiales chilenos, que después se tradujo en acuerdo entre los militares de los dos países, plasmado en el Contingency Plan, puesto en marcha por la Defense Intelligence Agency del Pentágono, pero ejecutado por la Naval Intelligency Agency, con datos de otras agencias, la cia incluida, bajo la dirección política superior del Consejo Nacional de Seguridad.

Salvador Allende ganó, el 4 de septiembre de 1970, la presidencia de Chile, y en el transcurso de apenas un año nacionalizó 47 empresas industriales y más de la mitad del sistema de créditos; la Reforma Agraria expropió e incorporó a la propiedad social 2 400 000 hectáreas de tierras activas; moderó la inflación, alcanzó el pleno empleo, los salarios tuvieron un aumento efectivo de un 40 %, y recuperó para la nación todos los yacimientos de cobre explotados por las filiales de compañías estadounidenses, la Anaconda y la Kennecott, que en 15 años ganaron 80 000 millones de dólares.

La componenda castrense no cristalizó porque la burguesía empezó a beneficiarse de las propias disposiciones del nuevo Gobierno, sin tener, por primera vez, que escamotear los derechos del pueblo.

El propio embajador de Estados Unidos en Chile, Edward Korry, recomendó a sus superiores que no era el momento. Pero el torrente de humano socialismo de Allende era un pecado. Estados Unidos bloqueó todo tipo de suministros al país del cobre, causó inestabilidad, desesperación y hambre. Cualquier semejanza, en pleno siglo XXI, con la política hacia Cuba, no es coincidencia.

Entre tanto, la democracia cristiana hacía el resto en el ecosistema latinoamericano, al dominar más de dos tercios del Congreso. Del pecho de Allende salió, entonces, la frase: «el pueblo tiene el gobierno, pero no el poder».

En marzo de 1973, las urnas parecían echar a Allende; sin embargo, fue una resonante victoria, con el 44 %, pero también su sentencia de muerte. El triunfo terminó por convencer a la oposición interna de que el proceso democrático promovido por la Unidad Popular no caería con recursos legales. Para Estados Unidos era una advertencia mucho mayor que los intereses de las empresas expropiadas, era un ejemplo inadmisible en el progreso pacífico de los pueblos del mundo.

No fue una digestión lenta, pero el plan de la cena de Washington revivió con el mismo objetivo, porque más que un golpe de Estado se fraguó un asesinato, para no dejar ni rastro de tanta nobleza política. El propio García Márquez definió, como una contradicción dramática en la vida de Allende, la de ser, al mismo tiempo, enemigo congénito de la violencia y revolucionario apasionado. Él creía haberla resuelto con la hipótesis de que las condiciones de Chile permitían una evolución pacífica hacia el socialismo dentro de la legalidad burguesa.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *